Aquella tarde de verano, en la que el tiempo no nos definió...
Descuidado pero al mismo tiempo pendiente. Invaluable. Intocable. Aquella tarde de verano en la que conversábamos largas horas. Recostados, bajo la sombra de un enorme árbol y con la única avaricia de querer más tiempo. De imaginar más cosas. Aquella tarde de verano en la que podíamos sentirnos correctamente bien. Sin la presencia de nadie, sin la decisión ni las conjeturas alguien.
Con tu cuerpo apegado al mío, tus brazos rodeando mi estómago y susurrándome al oído. Con ternura acariciándote. Con convicción, estando junto a ti. Siendo yo mismo, sin necesidad de demostrar nada. Sin necesidad de aceptar algún hecho. Sin una misma necesidad. Más que estar contigo. Aquella tarde de verano en la que no había un pasado ni un futuro, en la que simplemente era un presente... un presente que básicamente prometía nunca acabarse. Congelándose el tiempo, involuntaria o voluntariamente. Reflejados a lo largo de un lago lejano, y con el sol cada vez más débil, dando paso a una luna llena, que nos iluminaba con su pálido cortinaje. Tomados de la mano, mientras la humedad de un beso y la dulzura del mismo nos contagiaba. Mientras deseábamos ser parte de un inexplicable hecho más. Mientras tu largo cabello castaño me cegaba y mi único deseo en ese instante era permanecer muchos más ahí, contigo.
Aún la recuerdo... no creas que no. Porque, por más que quieras olvidarlo... aquella tarde de verano era distinta. Distinta de muchas otras. A nuestra manera. A nuestro deseo. Nuestra.
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